martes, 27 de abril de 2010

ESCRITOACIEGAS #2


Plazuela


Miraba las deshoras
Desde una fría banca de concreto
En el centro de la ciudad

El ir y venir de palomas grises
Que se cagan libremente sobre el asfalto

Aves que ya le perdieron el miedo
A las manos cansinas
Que las alimentan

Aquí no existen las horas
Solo hay una larga y vana espera

Un cúmulo de ideas pueriles
Que adormecen a la tarde
Y a sus habitantes

Todos, con la inútil esperanza
De volver a caminar

Ponerse por fin de pie
Y perderse entre la multitud.


cesarvill

sábado, 24 de abril de 2010

ALBERT CAMUS: El argelino silencioso



En el libro Desconsideraciones (de próxima aparición), el escritor argentino Abelardo Castillo reúne una serie de ensayos sobre grandes escritores. Aquí ofrecemos, como anticipo, un texto sobre el creador de La peste.

"Muchos mueren demasiado tarde y algunos prematuramente." Estas palabras de Nietzsche, apenas variadas por Sartre ("se muere demasiado pronto o demasiado tarde"), pudieron también ser pensadas por Albert Camus y parecen escritas para él. Cuando Camus, absurdamente, se mató en un accidente automovilístico tenía 46 años. Absurdamente: escribir que esta muerte prematura fue absurda no es intercalar un adverbio emotivo, sino aceptar las leyes del mundo espiritual de Camus. En un universo absurdo, la muerte, si no se la ha elegido, es una contingencia tan irrazonable como la vida. Sólo que la absurdidad de ese accidente nos instala en el corazón de una doble paradoja. Toda muerte es estúpida, pero la de un escritor de 46 años, del que aún se espera todo, parece más paradojal y sin sentido; y al mismo tiempo resulta casi una fatalidad. Justamente por absurda, la muerte de Camus se constituyó como destino. Cuando tenía treinta años, escribió: "Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas". Tuberculoso desde la adolescencia, sobreviviente de la miseria africana, de la guerra, del suicido -escribió un libro entero para justificar el no matarse y exaltar la esperanza en un mundo que afirma la desesperación y niega la vida-, parecía inmunizado contra la muerte. Sólo podía matarlo el azar. Pero, si es cierto que siempre pagamos por nuestras verdades, el azar es una forma secreta del destino.
"Mi obra no ha comenzado", solía decir. En Estocolmo, en su discurso ante la academia sueca, se describió a sí mismo como un hombre "cuya obra está todavía en el telar". Se tiene la tentación de creerle. El extranjero, La peste, La caída, unas pocas piezas de teatro, de las cuales sólo una (Calígula) puede ser considerada definitiva, algunos relatos y ensayos impecablemente escritos conforman la obra total de Camus. Una obra que cabe en dos tomos pero que bastó para hacerlo célebre en el mundo a una edad en que otros escritores comienzan a ser leídos desganadamente por sus contemporáneos. ¿Cuáles son las razones por las que estos libros se convirtieron en decisivos para nuestra generación, mucho antes de que el Premio Nobel instalara a Camus en el ambiguo panteón de los inmortales en vida? No fue, sin duda, su esplendor formal: en una literatura donde aún reinaban Gide y Valéry, la indiscutible belleza de la prosa de este argelino no bastaba para hacer de él lo que fue, un escritor necesario. Su originalidad, tampoco. Camus no pretendía ser original. Era deliberadamente clásico, deliberadamente lejano a veces, deliberadamente atento a las simetrías del francés y a sus resonancias. El más memorable de sus postulados ("No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio") nos suena estudiadamente temperamental, demasiado escrito. La más ambiciosa de sus novelas, La peste, no alcanza a rebasar un género que a Poe le parecía fatal para la literatura: la alegoría. Qué, entonces. La respuesta es conocida por todos: Camus soñó un mito contemporáneo: el del "extranjero", y fue, en nuestro tiempo, el último gran moralista ateo. En un mundo absurdo, sin Dios y sin finalidad, Camus se empecinó en defender la moral del hombre absurdo. Toda su filosofía podría resumirse en una sola idea fundamental: la vida es sagrada. No hay razones metafísicas ni religiosas para vivir, pero existen razones éticas para no suicidarse. Nadie, justo o injusto, puede justificar la existencia, pero tampoco nadie tiene derecho a matar, ni siquiera en nombre de la justicia. Sólo excluía de esta moral el asesinato y el suicidio políticos. Que yo recuerde nunca lo escribió, pero seguramente pensaba que el arquetipo del suicida por una causa justa fue Jesús. En cuanto al crimen político, sólo lo justificaba si el matador de un hombre paga esa muerte con su propia vida.

Este cristiano ateo, este anarquista piadoso se situaba más allá de la política. O dicho de un modo mejor: Camus ponía la moral por encima de la política. Que tuviera razón o no, o que yo suela pensar que efectivamente tenía razón, no cambia las cosas. Camus tenía razón en una historia que se la negaba. Las rebeliones de los hombres, las guerras, la revolución exigen semiverdades pragmáticas, no bellos evangelios absolutos. Camus escribió en un tiempo en que criticar al partido comunista era juzgado, invariablemente, como hacerle el juego a la derecha, y aunque invariablemente no lo fuera, también es cierto que políticamente resultaba así. No le importó. En contra de los comunistas, en contra de la izquierda, en contra de sus mejores amigos, denunció los campos de trabajo soviéticos y el cinismo de ciertas prácticas llamadas revolucionarias. Llegó a escribir: "Si, finalmente, la verdad estuviera a la derecha, ahí estaría yo". Era demasiado, aun en Francia, aun para un anarquista existencial que había luchado en la Resistencia. La izquierda entera lo excomulgó. La derecha que lee libros celebró su conversión, y, sin entender nada, pensó que Camus había regresado a casa como el hijo pródigo.

De esos años es su polémica con Jean-Paul Sartre. La respuesta de Sartre es uno de los textos más lúcidos y feroces que un amigo haya escrito sobre otro. "Nuestra amistad no ha sido fácil pero la echaré de menos", comenzaba esa respuesta. "Si hoy la rompe usted, es porque estaba destinada a romperse..." Y luego: "La gente, acobardada por esa mezcla de suficiencia y sombría vulnerabilidad que hay en usted, nunca se ha atrevido a decirle más que medias verdades...". Lo demás, se ve venir. Treinta páginas después, la carta de Sartre termina: "Su moral se transformó primero en moralismo; hoy no pasa de ser literatura; mañana tal vez sea inmoralidad". Camus ya no contestó.

Los hombres de mi generación sabíamos de memoria los párrafos más elocuentes de esas cartas. Tal vez pueda decir que yo tenía menos de 20 años en ese tiempo, y no vivía en París, sino en un pueblo de la provincia de Buenos Aires: esa polémica dividió a una generación, en todo el mundo. Se era revolucionario o se era moralista. No sabíamos que Camus y Sartre demostraban lo mismo. Camus tenía razón contra los comunistas, Sartre tenía razón contra Camus. Hoy sabemos que la razón no prueba nada: se puede tener razón y ser injusto.

Hacia 1959 pareció que Camus no volvería a hablar. Uso deliberadamente el verbo: el mutismo de Camus era la ausencia de una voz, no de una literatura. Como el último Gide, decidió la soledad y el silencio. No volvió a hablar de Argelia, no alcanzó a hablar de Cuba. La izquierda, es cierto, ya no podía contar con él, pero la derecha al menos no iba a poder usarlo.

Un día se mató, en un accidente absurdo. Por fortuna, Sartre no había muerto a destiempo y pudo escribir: "Nos habíamos distanciado él y yo. Un distanciamiento no significa gran cosa, aunque resulte definitivo, a lo sumo una manera de convivir... Eso no me impedía pensar en él, sentir su mirada fija sobre la página del libro o del diario que leía y preguntarme: ¿Qué dirá él de esto? ¿Qué dirá de esto ahora?"

En 1994, se publicó por fin El primer hombre, la novela póstuma de Camus. No sabremos nunca qué hubiera llegado a ser ese libro, pero sabemos lo que es. Una confesión fragmentaria, patética, dichosa. Tal vez su obra más desolada y sincera; tal vez, la más genuinamente grande. La menos escrita, la más hermosa. "Posiblemente usted haya sido pobre, en otro tiempo", le había escrito Sartre en 1952, "pero ya no lo es: usted es un burgués como Jeanson y como yo". Este libro contesta desde la muerte a ese posiblemente y, acaso, refuta el resto la afirmación; de la miseria africana de un Camus, no se hace un burgués, aunque se haya dejado de ser pobre. Un apunte de una de las páginas sueltas del libro también da cuenta de esto: "Lo que me ha ayudado a soportar la suerte adversa me ayudará tal vez a recibir una suerte demasiado favorable, y lo que me ha sostenido es la grande, la grandísima idea que me hago del arte". Otro apunte responde por su silencio: "La nobleza del oficio de escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir sí a la soledad". Otro, parece enjuiciar a la intelectualidad entera de Francia. Dice: "Lo que no querían de él, era el argelino".

© LA NACION

Nota tomada de:



miércoles, 14 de abril de 2010

MARIPOSAS

Antes de leer el texto ponle "play" al video

Alguna vez maldije mi suerte, despotrique contra el mundo y lloré de pie porque estando echado inundaba mi alrededor. Alguna vez.

Tengo suerte de vivir, de quejarme y de maldecir, de agradecerle a la vida tantos golpes y tantas alegrías. Que manera más curiosa de sentirnos vivos; pienso a veces. Los extremos nos hacen estremecernos y darnos cuenta de cuan vivos estamos, son las situaciones las que nos ayudan a crecer y luego a aprender.

Ayer recordaba mariposas, tan libres, tan blancas, tan llenas de vida, repletas de sueños que aun no se han ido. Recordaba que vivir es lo único que vale la pena en esta vida. Reír, llorar, maldecir, agradecer o simplemente vivir, porque pasado un tiempo los recuerdos dejan de dolernos y en vez de eso nos dibujan preciosas sonrisas que casi siempre iluminan nuestro oscuro caminar.

Debajo del cielo vuelvo a caminar, a sonreír, a esperar y esperar mis mariposas, mis navecitas blancas…

SILVIO RODRIGUEZ - MARIPOSAS



lunes, 12 de abril de 2010

ESCRITOACIEGAS


Quejidonulo


Dejo mis manos
descansar bajo su peso

He cavado una fosa
tan profunda
que a veces me mira,
y mi voz ya no me grita
tu nombre como antes

Intento caer de pie
a este abismo ineludible
guardándome la pena
en los bolsillos,
tontamente

E intento una última sonrisa
que martille tu recuerdo,
por los siglos de los siglos

Para que no duermas
nunca más

para que al final
de este estupido verso
puedas seguir tu camino
tan libre de pecado
como cualquier otro asesino.


cesarvill

domingo, 11 de abril de 2010

VICISITUDES DE UN VIAJANTE

Esta semana recibí el correo electrónico de un talentoso y amable amigo colombiano, Manuel Teyper, a quien conocí en la feria del libro de Lima hace ya un buen tiempo, y digo talentoso porque es un escritor al cual personalmente admiro por su trabajo. Hoy gracias al correo sé que esta nuevamente en nuestro amado y vilipendiado país, y quería compartir con ustedes el texto que me envió y que a continuación les presento:



VICISITUDES DE UN VIAJANTE


8.30 pm. Jueves 25 de Marzo de 2010.

Me encuentro en la calurosa ciudad de Guayaquil en Ecuador, en tránsito hacia Lima. Vengo de Bogotá, mi ciudad natal, situada a 1.750 m.s.n.m., donde visité por espacio de 6 meses a mi familia, luego de 13 años de ausencia, pues radico en Lima desde hace muchos años.

Encontré la Metrópoli Bogotana atestada de “zorras”: término que define a un caballo tirando de una carreta como si fuese en el lejano oeste en pleno siglo XXI; pasan tranquilamente trasportando mercaderías varias en medio de las grandes avenidas. Además la asfixian los autos y las motos. Sobre todo las motos. Están por todas partes y a todo momento; son una plaga. ¿El motivo?: para adquirirlas solo es necesario dar una pequeña cuota inicial, seguir pagando poco a poco y salir veloz a estrellarse contra cualquier cosa que se cruce en el camino. De modo que cualquiera puede ser el infeliz propietario de un vehículo que inunda las calles, las lomas, los mercados, los parques, las autopistas. Tanto, que existen lugares donde solo estacionan motos. Si uno tiene la “suerte” de viajar en un auto, puede experimentar el fastidio de observar a los lados, atrás y adelante, motos de todas las cilindradas posibles pasando velozmente a pocos centímetros del automóvil haciendo maniobras espectaculares para ser los primeros en llegar a ninguna parte. Lo que quiero que quede en claro es que Bogotá es una ciudad enloquecida y torturada por miles de motos. Y todo parece indicar que el asunto va en aumento.

Y el transmilenio… ese es otro problema. Y el futuro metro de Bogotá, también.

Hay que estar en la hermosa ciudad de Bogotá para saber lo que es el estrés; el infernal estruendo de los carros -que por suerte no salen todos a la calle, pues según sea el último número de la placa, deben ser guardados dos veces por semana-, los 8 millones de habitantes con que cuenta y las motos, a las que uno llega a detestar a muerte. Los que se quejan de Lima, de su tránsito y de sus combis, deberían conocer lo que es Bogotá en horas punta. Y eso que ahora está más o menos ordenada.

Así que estoy en Guayaquil esperando el bus que me trasladará a la frontera con Perú y de ahí a Lima, mi destino final.

Me gusta la ciudad de Guayaquil y me gusta la palabra guayaquil; tiene un timbre melodioso. Suena a noche tibia. A cordialidad. A añoranza.

Estoy en la Terminal de Transportes. Precisamente a la mesa de su patio de comidas saboreando un frío –y barato- vino de manzana. Ahora comeré algo. No mucho. Acaso una fruta; aunque entiendo que debamos alimentarnos, no se por qué debe ser todos los días. Y a cada rato. Debería ser suficiente una o dos veces por mes. Pero no. No solamente tiene que ser todos los días sino tres veces por jornada. Algunos llegan a comer hasta en cinco oportunidades o más. Incluso la humanidad hambrienta ha llegado a inventar cosas como “medias-nueve”, “onces”, “lonche”, “cena”, etc. A mí me basta con almorzar bien, tomar un café en la mañana, otro en la noche, una que otra fruta y basta de contar. Y encima me ahorro un poco de plata.

Cuando Dios dijo a Adán: “Y ganarás el pan con el sudor de tu frente”, en realidad no estaba castigándolo –y encima a todos nosotros que nada que teníamos que ver con el asunto- con tener que trabajar… sino con tener que comer; “ya que tuviste dientes para comer manzana, los tendrás también para comer carne, frijoles, yuca… la lista no tiene fin”. Parece ser la conclusión sabia a la que llegó Dios; nos dio el mayor de los castigos: comer todos los santos días. Trabajar en cambio no es –como fácilmente podría uno incurrir en error- un castigo. Trabajar es una satisfacción. Un goce. Una manera de desprenderse de la mujer durante el día -o la noche- para pasarla en compañía de los amigos –y las amigas- en una oficina o lugar cualquiera donde laboremos. Resulta curioso, por otra parte, que Dios, cuando le encomendó a Adán la tarea de ganarse el billete, no le dijera nada a Eva… cosas de Dios.

Escucho una radio local donde han tenido el buen gusto de transmitir música latinoamericana. Me hace trasladar en el tiempo; escuché estas mismas letras que otrora hicieron que mi sangre corriera más rápido por mis venas. Es la música de los pueblos. Expresan sentimientos de dolor, de sufrimiento pero también de esperanza... y presentimiento de muerte; esa que nos espera ahí agazapada al otro lado de la calle o al voltear la esquina cualquier día.

Observo a través del ventanal a unos niños que parecen ser hermanos. Representan allí afuera una obra de teatro majestuosa –o es así o es el efecto del vino que me estoy tomando- lo cierto es que se toman de las manos y dan vueltas sin tropezarse. Dan saltitos. Corren con los brazos abiertos. La niña, apoyada en la luz de una lámpara que la ilumina como si fuera un reflector improvisado, se mueve suavemente siempre con los brazos abiertos como si fuera una bailarina más de “el lago de los cisnes” de Tchaikovsky –o algo así-; danza rítmicamente bajo los sones de una música imaginaria y maravillosa. Se acerca a su hermano y lo toma de las manos. Dan vueltas una y otra vez, hasta que, cansados de jugar, se acercan a sus padres –ignorantes de la obra que acaba de llevarse a cabo-. Se baja el telón. Sonrío y les dedico un aplauso silencioso –siempre bajo los efectos del licor; de otro modo, ni yo, que ando husmeando todo, me hubiese dado cuenta de nada-. Creo que los adultos dejamos de ser niños cuando empezamos a ser menos auténticos, a medir cautelosamente cada movimiento a ojos ajenos, como si temiésemos hacer el ridículo. Además, dejamos de soñar y jugar y empezamos a envejecer sin remedio.

Estoy esperando a que las horas transcurran tranquilamente y sean las dos de la madrugada para tomar el bus que me llevará a Huaquillas, pueblo fronterizo donde pienso cruzar a Perú sin problemas. Sin problemas es un decir. Me parece que deberé sobornar a los guardias para que me dejen pasar al país donde radico legalmente desde hace casi 20 años y donde está la mujer –peruana- con la que me casé –por culpa del destino- 17 años atrás.

La razón de mi improbable ingreso a la patria de los internacionalmente conocidos Jaime Baily y Laura Bosso, es simple y absurda a la vez:

En 1990 me encontraba en Lima –después de 2 años sabáticos por tierras de Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay- donde tomé un bus para ir no me acuerdo a donde; allí tuve el infortunio de ser despojado de mi pasaporte. Levanté la denuncia correspondiente ante una comisaría, y en el Consulado Colombiano me dotaron de un nuevo pasaporte. Este último provisional. Me ordenaron presentarme a la Prefectura –que se ubica en la Avenida España-. Me presenté todo juicioso. Me hicieron muchas preguntas. Me hicieron regresar el lunes, luego el miércoles, el viernes y otra vez el lunes… 20 días después me informaron que quedaba detenido. Pregunté el motivo. Ordenes superiores, me dijeron.

Después de 15 días en prisión fui expulsado de la República del Perú sin derecho a decir ni pío, entre otras cosas porque la Cónsul de turno –contratada precisamente para velar por el bienestar de los colombianos en el exterior- hizo caso omiso a la orden que le dio el pueblo, y me abandonó a mi suerte sin haber cometido falta alguna. Pasé de ser víctima de robo a sospechoso de incurrir en delito –y detenido en consecuencia- en un abrir y cerrar de ojos; eso de ser colombiano es una carga que solo se aguanta por el inmenso amor que se le tiene a la patria.

Pero ya conocía a la que ahora es mi esposa; su apoyo –y una “modesta” suma de dinero a las autoridades pertinentes- permitieron que me dejaran ir en un bus interprovincial, y no poco a poco como tenía advertido por la policía.

Sin temor a equivocarme debo decir que soy el “orgulloso” poseedor del record mundial por ser el único ciudadano que ha sido acusado, detenido y expulsado –en un mundo de desempleados- por una ley de vagancia, que creo sigue en vigencia. Con el agravante de ser turista.

Total que 20 años después de aquel infausto suceso, aún en las pantallas de las modernas computadoras de la policía figura mi foto, mi nombre, mi “delito” y el impedimento de ingresar al país, no obstante tener en mi poder un carnet de extranjería que me acredita como residente. Situación ambigua a la que tendré que encontrar solución.

Ha llegado la hora de abandonar el ensueño para despabilarme. En Lima me espera el reencuentro con la familia que me recibirá con los brazos abiertos –o al menos eso espero yo- y la tarea de seguir escribiendo la historia de aquellos que se debaten ante la urgencia de seguir sobreviviendo… pese a todo.

Manuel Teyper mteyper@hotmail.com

PROYECTO CULTURAL SUR