miércoles, 14 de enero de 2009

EL OFICIO DE VIVIR Y ESCRIBIR

El pasado mes de setiembre se recordaron los cien años del nacimiento de uno de los magníficos escritores de autobiografías del siglo XX, el autor de El oficio de vivir, Luna entre las hogueras y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Se trata del piamontés CESARE PAVESE, quien vivió apenas cuarenta y dos años, hasta su suicidio en 1950. ¿Qué nos queda de este gran escritor italiano cien años después de su nacimiento? ¿Siguen pesando prejuicios anticomunistas a la hora de leerlo o con el tiempo se ha impuesto su finura para contar con verdadera maestría las turbulencias de hombres y mujeres? El episodio que con más fuerza marca la trayectoria de Pavese es su suicidio. Alquiló una habitación en el hotel Roma de Turín y se tomó el contenido de unos veinte sobres de los somníferos que utilizaba para combatir el insomnio. Pavese dejó en sus diarios una de las definiciones más simples del acto de escribir una novela: “Uno se va y anda por ahí. Luego se vuelve y cuenta alguna cosa. No lo que ha ocurrido. Un poco menos y un poco más. Así se escriben las novelas”.

A raíz de una nota publicada en la revista Somos de El Comercio del presente mes, les ofrezco un artículo tomado de la Internet de la de la serie: El Club de los Escritores Suicidas y un poema titulado: Fin de fantasía, sobre el gran escritor italiano Cesare Pavese, bien para recordarlo o bien para conocerlo por primera vez.


Vivir cansa: Cesare Pavese

El hombre toma una maleta. Mete algo de ropa. El libro más querido de todos los que ha publicado, Diálogos con Leucó. Su diario personal, un folder con sus últimos poemas. Y 16 envases de somníferos. Se despide de su hermana. Le dice que hará un viaje de fin de semana, algo que ya había hecho otras veces. A él le gus
taba retornar con alguna frecuencia a Santo Stefano Belbo, en el Piamonte, donde habían nacido.

Sale de la casa en la Via Lamarmora y toma un tranvía. El viaje es corto, menos de 10 minutos. Baja en la parada de la estación del tren, la Stazione di Porta Nuova, frente a la Piazza Carlo Felice. Se detiene un momento. Mira a su alrededor y descubre un pequeño hotel en la Piazza, el Albergo Roma. Cambia de planes, entra al hotel, el mostrador del negocio familiar es de madera. El suelo está cubierto por una moqueta roja. En el vestíbulo hay dos grandes radiadores, un espejo, una mesita con dos sillones y una escalera de bar
anda metálica. Pide un cuarto. Insiste en que tenga teléfono. Le dan la habitación 346. Sube por la escalera con su pequeña maleta. Abre la puerta. La habitación es sencilla, pero limpia. La cama es angosta. Hay una mesa de madera y una silla, un pechero, un lavabo. El teléfono es negro y está pegado a la pared. Hay una lamparita encima de la cabecera de la cama. Llamó a alguna gente por teléfono. Era el sábado 26 de agosto de 1950. El día fue pasando, se hizo la tarde, cayó la noche. Hizo tres últimas llamadas telefónicas, se dice que a tres mujeres. Las invitó a cenar, ninguna aceptó, ninguna quiso o no pudo ir al hotel a verlo tampoco. Tomó su diario. Releyó la última entrada, la del 18 de agosto: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Releyó los últimos poemas que había escrito de manera febril, los poemas para “C”. Tomó el libro Diálogos con Leucó. Releyó sus partes favoritas. Luego tomó un bolígrafo y pese a la promesa de no escribir más, Cesare Pavese, de 42 años, escribió sus últimas palabras en una de sus páginas: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No murmuren demasiado”. Entonces buscó en la maleta los somníferos. Se quitó los zapatos, se aflojó el nudo de la corbata y comenzó a tomar, una por una, las pastillas de esos 16 envases. Los testimonios no se ponen de acuerdo en si los somníferos estaban en sobres, en frascos o en tubos. Tampoco en el tipo de medicamento que ingirió. Lo que sí es cierto es que los pensamientos de Cesare Pavese sobre la muerte y el suicido fueron algo constante durante su vida. Basta leer El oficio de vivir, una recopilación de sus diarios, para darse cuenta de ello.

Cesare Pavese nació en el Piamonte, al norte de Italia, uno de cuatro hermanos. Cuando tiene 6 años, su padre muere de un tumor cerebral. Su vida en aquella región le hace amar la campiña y a lo largo de su vida retornará siempre a su pueblo natal convirtiéndolo, eventualmente, en el escenario de varias de sus novelas. Su madre, una mujer de carácter dominante y poco expresiva, vende la finca donde se han criado los hermanos para intentar salvar, sin éxito alguno, las finanzas familiares. Se mudan a Turín y Pavese vive con su madre hasta 1930, cuando ésta fallece. Luego vivirá con su hermana María prácticamente hasta la mañana aquella en que salió con la maleta.

De carácter introvertido, miope y asmático, se le hace muy difícil tener amigos. Uno de los pocos que tiene se suicida cuando está por terminar la adolescencia. Este hecho, así como la masacre de 11 jóvenes por parte de los Camisas Negras, poco después de la toma del poder de Mussolini, lo conmocionan. Al entrar en la Universidad de Turín, se relaciona con alumnos antifascistas, entre los que se encontraba Giulio Einaudi. Éste fundaría la editorial Einaudi, donde Pavese trabajaría y publicaría su obra.
En 1935, luego de un allanamiento que hizo la policía a la morada de su hermana, Pavese fue encarcelado acusado de actividades políticas clandestinas. El origen de la acusación estaba en una serie de cartas escritas por Altiero Spinelli, un dirigente del Partido Comunista, a su compañera, una estudiante de matemáticas de la que Pavese estaba profundamente enamorado. El escritor se había ofrecido para servir como intermediario entre la correspondencia de ambos y así protegerla de sospechas.
Jamás, en ninguno de sus escritos, mencionaría su nom
bre, y se refería a ella como “Tina” o “la mujer de la voz ronca”. Él se negó a dar su nombre a las autoridades y eso le valió una sentencia de 3 años de prisión. Primero fue enviado a Roma, a Regina Coeli y luego a una suerte de exilio político en la pequeña población de Brancaleone Calabro. Es allí donde comienza a escribir su diario y sufre fuertes depresiones. Luego de un año de cárcel y debido a sus problemas asmáticos, es liberado.

Pavese retorna a Turín y comienza a escribir novelas. Publica Lavorare Stanca, Trabajar cansa, un poemario que alcanza mucha repercusión por e
l rompimiento de la forma y el contenido en relación a lo que se escribe en aquel momento en Italia. Se impone a sí mismo un régimen de trabajo muy estricto. No sólo escribe prosa sino que continúa con su diario, realiza traducciones y trabaja en Einaudi. Su condición de asmático lo absuelve de hacer el servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial, pero los bombardeos lo obligan a huir junto con María a Serralunda di Crea. Durante el bombardeo a Turín, la editorial Einaudi y el lugar donde vivían los Pavese son destruidos. Al concluir la guerra, retornan a la ciudad y Pavese se dedica a la reorganización de la editorial.

Las diferentes relaciones amorosas de Pavese terminan todas en fracaso. “La mujer de la voz ronca” se casaba con otro hombre. Un amorío
con una empleada de Einaudi, Bianca Garuffi, termina mal. Le ofrece matrimonio a un par de mujeres, Fernanda Pivano y “una amiga X”, pero ninguna de las dos acepta. Una amiga que trabaja en un café-concert le dice que es un aburrido, un pesado, un pedante.

Hacia 1947 conoció a Constance Dowling, una actriz estadounidense que llega a Italia para filmar películas. Connie, como sería conocida, era rubia y tenía ojos color de avellana. Había tenido una complicada relación de dos años con el director Elia Kazan, quien estaba casado con otra mujer. Pese a numerosas promesas de Kazan de separarse, dicha separación nunca se realiza. La oportunidad de ir a Italia a filmar le brinda a Dowling el espacio para separarse de Kazan y de todo el ambiente y habladurías de Hollywood.

Pavese quiere casarse con Dowling pero ella no acepta. Le dice que se casará con otro. No obstante, él continúa cortejándola. Le escribe cartas. Trabaja en una serie de poemas. Pero cuando él insiste, y ella mantiene su negativa, Pavese por fin se rinde a lo que ha venido acariciando como una posibilidad durante años.

La mañana del domingo 27 de agosto de 1950, el camarero del Albergo Roma toca a la puerta de la habitación 346 sin obtener respuesta. Como sabe que el inquilino no ha salido, avisa al dueño del hotel. Al entrar con la llave maestra, descubren a Pavese, acostado en la cama. Parecía dormido, pero en realidad, no despertaría más.
Constance Dowling abandonaría Italia a raíz de este suceso. Y contrario a lo que le había asegurado a Pavese, no se casó sino hasta cinco años después con Ivan Tors, un escritor y productor de origen húngaro, con quien se mantuvo casada hasta 1969, año en que ella murió de un ataque al corazón.

El folder de poemas que fue encontrado en la habitación del Albergo Roma donde Pavese se suicidó, contenía los versos que se publicarían al año siguiente con el título Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Todos los poemas estaban dedicados a C., Connie, Constance, “la mujer que llegó en marzo”, como también la llamaba, la mujer d
e ojos color de avellana con los cuales soñaría Pavese al terminar la ingesta de los 16 paquetes de somníferos.


FIN DE FANTASÍA

Este cuerpo no volverá a empezar de nuevo. Al tocar las
cuencas de sus ojos,
uno nota que un montón de tierra está más vivo,
ya que, incluso al alba, la tierra no hace sino guardar
silencio en su interior.
Pero un cadáver es un resto de demasiados despertares.
No tenemos más que esta virtud: comenzar
cada día la vida -ante la tierra,
bajo un cielo que calla-, esperando un despertar.
Se asombra alguien de que el alba implique tanto esfuerzo;
de despertar en despertar, una labor ha sido efectuada.
Pero vivimos solamente para darnos en un estremecimiento
al trabajo futuro y despertar, de una vez, la tierra.
Y alguna vez ocurre. Después vuelve a callar con nosotros.
Si al rozar aquel rostro la mano no estuviese insegura
-viva mano que siente la vida si toca-,
si de veras aquel frío no fuese otra cosa que el frío
de la tierra, en el alba que hiela la tierra,
tal vez eso sería un despertar y las cosas que callan
bajo el alba dirían todavía palabras. Pero tiembla
mi mano y entre todas las cosas se asemeja
a la mano inmóvil.
Otras veces, despertarse al alba
era un dolor seco, un jirón de luz,
pero era asimismo una liberación. La avara palabra
de la tierra era alegre, en un rápido instante,
y morir era todavía regresar a ella. Ahora, el cuerpo que
espera
es un resto de demasiados despertares y no regresa a la tierra.
Ni siquiera lo dicen los labios endurecidos.

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